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“El enfermo es para nosotros Cristo mismo.”

San Camilo no nació santo. Llegó a serlo con lágrimas, con heridas, con fuego. Fue en la Italia del siglo XVI donde comenzó su historia: en Bucchianico, un 25 de mayo de 1550.

Su madre, en los últimos días de gestación, tuvo una visión singular: vio a su hijo portando una gran cruz roja en el pecho, rodeado de otros que llevaban la misma señal. No entendía aún lo que el cielo le había mostrado, pero la Cruz ya estaba marcando la carne y el destino de su hijo.

Camilo creció entre espadas y juegos de azar. Alto, robusto, apasionado, fue soldado y jugador empedernido. Perdía todo: dinero, paz, amistades. Hasta perdió el rumbo. Un día, herido en una pierna, fue ingresado en el hospital de San Giacomo en Roma. Esa herida nunca cicatrizaría del todo, como si el Señor dejara en él un recordatorio de que su verdadera batalla era otra. Fue esa herida la que lo encadenó al hospital, primero como paciente, luego como servidor, hasta que se hizo padre de una obra nueva.

En medio de camas hediondas, cuerpos llagados y gemidos desatendidos, Camilo descubrió un modo nuevo de mirar al enfermo: como una madre ve a su único hijo. En eso se resume su carisma. Lo vivió primero en soledad, luego con otros que sintieron la misma llamada: curar con ternura, con ciencia, con dignidad, aun al que estaba a punto de morir. Porque para Camilo, todo enfermo era el mismo Cristo sufriente.

Fundó una congregación, la Orden de los Ministros de los Enfermos, conocidos hoy como Religiosos Camilos. La cruz roja que vio su madre se convirtió en emblema visible de esta vocación de fuego: no un símbolo, sino una promesa. Camilo la llevaba cosida en su pecho, pero sobre todo la llevaba ardiente en el alma. En palabras de los testigos, era «incendiado por la caridad».

No fue un reformador de libros, sino de corazones. Cambió hospitales que eran antes antros de abandono en lugares de compasión. Enseñó a sus religiosos a lavar, vendar, escuchar, rezar, sostener la mano del moribundo sin miedo. Él mismo bajaba a las calles durante las pestes, se internaba entre las trincheras de la muerte, buscando con sus ojos al que más sufría.

Camilo lloraba fácilmente al ver enfermos. No por debilidad, sino por amor. Su oración no era sólo con palabras, sino con hechos. A veces se retiraba a rezar y se le oía gritar: “¡Más amor, Señor! ¡Enséñame a amar más!” Quería que el amor de Cristo Crucificado habitara en cada gesto, en cada cura, en cada despedida.

Murió el 14 de julio de 1614 en Roma, pero su espíritu no murió. Dejó fundadas más de 15 casas hospitalarias, una regla que fue aprobada por la Iglesia, y una mística de la caridad que no ha dejado de expandirse. San Juan Pablo II lo proclamó patrono de los enfermos y de los trabajadores sanitarios, como si el tiempo no hubiera agotado la fuerza de su llama.

Hoy, sus hijas e hijos camilianos seguimos esa ruta marcada por la Cruz roja del amor. Y lo hacemos entre bastidores de hospitales, en residencias de ancianos, en casas de cuidados paliativos, en misiones lejanas. Porque, como él decía, “el amor ha de ser más fuerte que la muerte, y más tenaz que el dolor”.

San Camilo es faro en la noche del sufrimiento, puente entre el cuerpo herido y el Dios compasivo. Su vida es una profecía viva que sigue gritando: “¡No abandonéis nunca al que sufre! En él está Cristo. ¡Amadle como una madre ama a su único hijo enfermo!”


5 curiosidades sobre San Camilo que quizá no conocías

  1. Mide más de dos metros
    San Camilo era un hombre altísimo para su época: superaba los dos metros. Esto le hacía imponente, pero su ternura desarmaba. Su estatura física estaba a la par de la grandeza de su corazón.

  2. Fue rechazado por los capuchinos… ¡dos veces!
    Intentó ser franciscano capuchino, pero fue rechazado por la úlcera en su pierna. Este rechazo, lejos de detenerle, le impulsó a fundar su propia congregación. El obstáculo se convirtió en misión.

  3. Sus últimos días los pasó con la Cruz en la mano y el nombre de Jesús en los labios
    Murió pronunciando el nombre de Jesús, y abrazando la cruz de madera que siempre llevaba consigo. Fue enterrado con el hábito camiliano y su cruz roja sobre el pecho.

  4. Era extremadamente austero
    Dormía en el suelo, ayunaba con frecuencia y vivía con lo justo. Consideraba que el cuerpo debía ser dominado para que el alma sirviera mejor al enfermo.

  5. En una visión, se le prometió que su obra duraría para siempre
    Según testigos, recibió en oración la certeza de que su instituto sobreviviría a los siglos si permanecía fiel al amor. Hoy, más de 400 años después, esa profecía sigue viva.

Hijas de San Camilo
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